Desolación
Hay días en que los eventos de actualidad parecen conspirar para asfixiarnos. Se acumulan las malas noticias: veinte mil muertos en Cachemira, cientos o miles en Guatemala, a orillas del lago Atitlán, la tragedia cotidiana de los inmigrantes. La muerte, el dolor y la desesperación campean por doquier. Es un tópico afirmar que se trata, como casi siempre, de la muerte, el dolor y la desesperación de los desposeídos, de los más pobres, pero yo no puedo dejar de decirlo.
En estos tiempos revisionistas que corren hacer estas afirmaciones es casi una herejía. Instalados en nuestros palacios de marfil, que nunca se derrumban por culpa de terremotos ni vientos huracanados ni aludes de lodo; donde ninguno de nosotros ha sentido nunca el aguijón acuciante de la miseria, que impulsa a arriesgar la vida cruzando un desierto y montándose en la más precaria de las embarcaciones o escalando alambradas de púas, intentar acceder al paraíso; egoístas y satisfechos, creemos que el mundo se circunscribe a este islote de bienestar que nos hemos labrado.
Nos preocupamos de trivialidades: cómo repartir la abundancia, cuándo actualizar la velocidad de acceso a la red, cuántas naciones existen en esta península rodeada de mares providentes, cómo lograr ese plus de eficiencia, qué partido político es el más corrupto, qué falacias cometen nuestros adversarios ideológicos. Es una ley natural que el ser humano nunca estará satisfecho con lo que tiene: estamos evolutivamente condenados a la infelicidad de Sísifo. Pero nuestra insatisfacción occidental y decadente raya en lo obsceno cuando se compara con la desolación de los que nada tienen.
A veces pienso que somos idénticos a aquellos ociosos aristócratas que se hastiaban rodeados de las más absurdas extravagancias mientras puertas afuera de sus palacios la gente moría de hambre. Hacemos lo mismo: mientras distraemos nuestro ocio con diversos juegos y elaboradas exquisiteces, levantamos murallas para no ver a los desposeídos y para que no nos importunen en medio del banquete, y de vez en cuando contribuimos a una ONG para acallar la mordedura de la conciencia. Los siglos venideros condenarán este holocausto silencioso y cotidiano, mucho mayor que aquellos más cercanos, que tanto y con tanta razón nos horrorizan. Condenarán nuestra escandalosa, nuestra criminal indiferencia.
Y mientras todo esto pasa, los liberales nos piden paciencia, diciéndonos que África, Asia y América Latina serán felices y prósperas en cuanto se inserten en el mundo de la economía global; los marxistas --los que quedan-- nos dictan caducas recetas que han demostrado una y otra vez su inaplicabilidad y su horrible tendencia a crear infiernos.
Y a los que desconfiamos de las grandes teorías sólo nos queda el recurso de dolernos de que el dios burlón y cruel de la Naturaleza nos haya hecho tan imperfectos, tan egoístas, tan patéticos en nuestro vacuo orgullo. Otro mundo es posible, nos dicen. Ojalá fuera cierto. Pero viendo lo que hoy veo no puedo creerlo. Desgraciadamente, no lo creo.
En estos tiempos revisionistas que corren hacer estas afirmaciones es casi una herejía. Instalados en nuestros palacios de marfil, que nunca se derrumban por culpa de terremotos ni vientos huracanados ni aludes de lodo; donde ninguno de nosotros ha sentido nunca el aguijón acuciante de la miseria, que impulsa a arriesgar la vida cruzando un desierto y montándose en la más precaria de las embarcaciones o escalando alambradas de púas, intentar acceder al paraíso; egoístas y satisfechos, creemos que el mundo se circunscribe a este islote de bienestar que nos hemos labrado.
Nos preocupamos de trivialidades: cómo repartir la abundancia, cuándo actualizar la velocidad de acceso a la red, cuántas naciones existen en esta península rodeada de mares providentes, cómo lograr ese plus de eficiencia, qué partido político es el más corrupto, qué falacias cometen nuestros adversarios ideológicos. Es una ley natural que el ser humano nunca estará satisfecho con lo que tiene: estamos evolutivamente condenados a la infelicidad de Sísifo. Pero nuestra insatisfacción occidental y decadente raya en lo obsceno cuando se compara con la desolación de los que nada tienen.
A veces pienso que somos idénticos a aquellos ociosos aristócratas que se hastiaban rodeados de las más absurdas extravagancias mientras puertas afuera de sus palacios la gente moría de hambre. Hacemos lo mismo: mientras distraemos nuestro ocio con diversos juegos y elaboradas exquisiteces, levantamos murallas para no ver a los desposeídos y para que no nos importunen en medio del banquete, y de vez en cuando contribuimos a una ONG para acallar la mordedura de la conciencia. Los siglos venideros condenarán este holocausto silencioso y cotidiano, mucho mayor que aquellos más cercanos, que tanto y con tanta razón nos horrorizan. Condenarán nuestra escandalosa, nuestra criminal indiferencia.
Y mientras todo esto pasa, los liberales nos piden paciencia, diciéndonos que África, Asia y América Latina serán felices y prósperas en cuanto se inserten en el mundo de la economía global; los marxistas --los que quedan-- nos dictan caducas recetas que han demostrado una y otra vez su inaplicabilidad y su horrible tendencia a crear infiernos.
Y a los que desconfiamos de las grandes teorías sólo nos queda el recurso de dolernos de que el dios burlón y cruel de la Naturaleza nos haya hecho tan imperfectos, tan egoístas, tan patéticos en nuestro vacuo orgullo. Otro mundo es posible, nos dicen. Ojalá fuera cierto. Pero viendo lo que hoy veo no puedo creerlo. Desgraciadamente, no lo creo.
2 Comments:
Primer mundo, segundo mundo, tercer mundo, u n globo, dos .....
Qué estamos dispuestos a sacrificar y qué están dispuestos a hacer los demás. Esas son para mi las dos preguntas principales.
A la naturaleza le da igual el desarrollo de las naciones como ha venido a demostrar el Katrina. Pero es cierto que las consecuencias son muchísimo menores. ¿Estamos dispuestos a ayudar a que crezcan otras naciones? ¿Nos interesa?
Buenas preguntas. Debería interesarnos por muchos motivos diversos, antagónicos incluso: por que cada vida que se pierde es una tragedia, por que se necesitan nuevos mercados donde comerciar, para que las personas que viven en África, Ámerica o Asia no se vean obligadas a emigrar (el drama de la inmigración ES un drama, no una frase hecha) como única solución a sus problemas... ¿Tópicos? ¿Es la misma cantinela de siempre? NO. Es lo que hay, sencillamente. La pregunta clave, como bien has dicho Wilson, es si estamos dispuestos a ayudar: cuál es el precio que queremos pagar. ¿Estamos dispuestos europeos y yankis a dejar de subvencionar nuestra agricultura y nuestra ganadería? ¿a eliminar los aranceles?. Nuestras economías podrían asumir los costes de tales medidas (ojo, no digo de hoy para mañana pero sí en un plazo razonablemente corto) y otras parecidas. De igual manera podríamos presionar (tanto a las multinacionales cómo a los gobiernos)para mejorar las legislaciones laborales y los derechos de los trabajadores en los países del Tercer Mundo. ¿Iluso? No. Utópico.
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