Mythos y Logos
Es seguramente inevitable que el debate sobre terrorismo se ideologice hasta la caricatura. Siempre habrá quien explique la violencia política aludiendo a agravios pasados y presentes, y siempre habrá quien quiera plantearla en términos exclusivamente morales, en una especie de maldad más o menos metafísica.
Yo creo que ambos enfoques fallan rotundamente. Tan absurda es la pretensión de que toda violencia política es producto únicamente de la injusticia como la que insiste en la futilidad de hallar las razones profundas de esa violencia, si bien me veo obligado a introducir una primera distinción: la primera postura tiene al menos el barniz de una explicación racional, que por serlo puede ser discutida; la segunda, si se asumiera de la forma radical en que algunos políticos pretenden, tiene el enorme inconveniente de zanjar la discusión sin siquiera comenzar a entender el fenómeno. Sin duda esto último es producto del hasta cierto punto razonable temor que produce la consabida confusión entre explicar y justificar, entre el juicio razonablemente objetivo sobre la realidad y el juicio moral; pero también de la renuencia a reconocer ningún tipo de agravio.
Sin embargo, hay que observar que aún los que afirman que el terrorismo no tiene causas tarde o temprano caen en la contradictoria y humana tentación de buscar esas causas. Y las encuentran en la ideología o la cultura --religiosa, en este caso-- de los terroristas, creyendo encontrar en ellas factores intrínsecamente malvados o cuando menos incompatibles con los valores occidentales. El temor de que tal explicación lleve a la xenofobia y al racismo, a la criminalización de todo un colectivo, hace a su vez que se movilice la izquierda, rechazando rotundamente estas explicaciones más o menos esencialistas.
Y así estamos, sin reconocer que la realidad es seguramente una mezcla mucho más compleja de factores. Yo quisiera adelantar una explicación que se basa sobre todo en el elemento mítico presente en las motivaciones terroristas. Cuando hablo de mito no me refiero sólo al elemento trascendente, a la voluntad de Alá o a ese paraíso lleno de hermosas huríes. Me refiero también al mito fundamentalista sobre la realidad política.
Karen Armstrong, en un estupendo ensayo sobre los fundamentalismos religiosos (The battle for God), señalaba que el fundamentalismo es un fenómeno esencialmente moderno, producto de la Ilustración en la medida en que ésta rompió, siempre según Armstrong, el ancestral equilibrio entre el mundo de la razón, cuyo ámbito era lo cotidiano, y el mundo de la fe, de ámbito evidentemente trascendente. El horror vacui que causó el ataque frontal del mundo racional contra el mundo trascendente, el aparente triunfo de la duda sobre la certeza absoluta, lleva a la reacción opuesta; el equilibrio está roto para siempre, no puede ser restablecido, pero el fundamentalista aspira entonces a llevar al péndulo al otro extremo: a someter el mundo cotidiano a la ley férrea de la fe, a aherrojar la razón para evitar que vuelva a rebelarse, a desterrar la duda. Y lo hace pensando que existió en el pasado una Edad de Oro que debe restablecerse, siempre según la voluntad de Dios y la certeza absoluta de que su Palabra es verdadera.
Esto, según Armstrong, sería común a todos los fundamentalismos monoteístas. Pero el islamista tiene otro elemento, éste político. Hasta el siglo XVII, el mundo islámico podía hablarse de tú a tú con Occidente. Eran más o menos similares en potencia militar, en tecnología, en aportaciones culturales. La balanza de Lepanto podía haberse inclinado hacia cualquier lado; los alquimistas, algebristas y médicos árabes eran comparables y muchas veces superiores a sus homólogos occidentales. La Ilustración vino a romper ese otro equilibrio, también para siempre. Occidente despegó; Oriente se quedó irremediablemente atrás. Ningún agravio real infligido al mundo islámico, ni la situación de Palestina, ni el colonialismo, ni el hecho de hollar los Santos Lugares con tropas estadounidenses, ni el expolio del petróleo, nada, absolutamente nada se compara con el resentimiento de haber perdido esa batalla fundamental.
Durante años el panarabismo y el nacionalismo árabes intentaron llevar a sus pueblos a un nivel comparable con el occidental. Por razones que no vienen al caso fracasaron rotundamente. Y entonces prendió el fundamentalismo, con su receta sencilla para volver a la Edad de Oro, que según sus profetas se perdió por haber extraviado el verdadero camino que la voluntad de Alá quería.
Las coincidencias ideológicas con cierto fundamentalismo cristiano --y el mucho menos conocido fundamentalismo hebreo-- tendrían que ser evidentes, como también lo es la diferencia fundamental de que, en nuestras sociedades secularizadas, estos fundamentalismos no recurren a métodos terroristas. Yo atribuyo tal diferencia a ese resentimiento que siente la nación del Islam como un todo (por lo que no importa que Bin Laden sea millonario o que los terroristas de Londres sean británicos), no al diverso grado de fanatismo ni a ninguna diferencia intrínseca en las enseñanzas de las diversas religiones. Después de todo, suicidas fanatizados los ha habido en diversas sociedades, desde los kamikaze japoneses (o alemanes, que los hubo) hasta los integrantes de sectas estadounidenses.
Ahora bien, el problema de base es que la receta para disipar el resentimiento es exactamente la contraria a la que predican los fundamentalistas: no es la vuelta a una inexistente Edad de Oro, sino la aplicación de los principios democráticos lo que podría traerles la prosperidad. Dicho esto, es verdad que las actuaciones de los EE.UU. no ayudan en lo más mínimo, y que la guerra de Irak no ha sido otra cosa que echar gasolina a un fuego existente, pero sería un error atribuirles la responsabilidad principal del surgimiento del terrorismo fundamentalista. Éste tiene un origen mítico, y aunque está parcialmente basado en hechos, se debe a una lectura totalmente equivocada de esos hechos.
Esto, me parece, no lo entiende ni la izquierda que culpa a EE.UU. de todos los males ni las potencias que, como he dicho, han trivializado el problema reduciéndolo a un maniqueísta enfrentamiento entre un mal nunca explicado y un bien impoluto. Y mientras no se entienda, dígase lo que se diga, la pomposamente llamada guerra contra el terrorismo es un ejercicio supremo de futilidad.
Yo creo que ambos enfoques fallan rotundamente. Tan absurda es la pretensión de que toda violencia política es producto únicamente de la injusticia como la que insiste en la futilidad de hallar las razones profundas de esa violencia, si bien me veo obligado a introducir una primera distinción: la primera postura tiene al menos el barniz de una explicación racional, que por serlo puede ser discutida; la segunda, si se asumiera de la forma radical en que algunos políticos pretenden, tiene el enorme inconveniente de zanjar la discusión sin siquiera comenzar a entender el fenómeno. Sin duda esto último es producto del hasta cierto punto razonable temor que produce la consabida confusión entre explicar y justificar, entre el juicio razonablemente objetivo sobre la realidad y el juicio moral; pero también de la renuencia a reconocer ningún tipo de agravio.
Sin embargo, hay que observar que aún los que afirman que el terrorismo no tiene causas tarde o temprano caen en la contradictoria y humana tentación de buscar esas causas. Y las encuentran en la ideología o la cultura --religiosa, en este caso-- de los terroristas, creyendo encontrar en ellas factores intrínsecamente malvados o cuando menos incompatibles con los valores occidentales. El temor de que tal explicación lleve a la xenofobia y al racismo, a la criminalización de todo un colectivo, hace a su vez que se movilice la izquierda, rechazando rotundamente estas explicaciones más o menos esencialistas.
Y así estamos, sin reconocer que la realidad es seguramente una mezcla mucho más compleja de factores. Yo quisiera adelantar una explicación que se basa sobre todo en el elemento mítico presente en las motivaciones terroristas. Cuando hablo de mito no me refiero sólo al elemento trascendente, a la voluntad de Alá o a ese paraíso lleno de hermosas huríes. Me refiero también al mito fundamentalista sobre la realidad política.
Karen Armstrong, en un estupendo ensayo sobre los fundamentalismos religiosos (The battle for God), señalaba que el fundamentalismo es un fenómeno esencialmente moderno, producto de la Ilustración en la medida en que ésta rompió, siempre según Armstrong, el ancestral equilibrio entre el mundo de la razón, cuyo ámbito era lo cotidiano, y el mundo de la fe, de ámbito evidentemente trascendente. El horror vacui que causó el ataque frontal del mundo racional contra el mundo trascendente, el aparente triunfo de la duda sobre la certeza absoluta, lleva a la reacción opuesta; el equilibrio está roto para siempre, no puede ser restablecido, pero el fundamentalista aspira entonces a llevar al péndulo al otro extremo: a someter el mundo cotidiano a la ley férrea de la fe, a aherrojar la razón para evitar que vuelva a rebelarse, a desterrar la duda. Y lo hace pensando que existió en el pasado una Edad de Oro que debe restablecerse, siempre según la voluntad de Dios y la certeza absoluta de que su Palabra es verdadera.
Esto, según Armstrong, sería común a todos los fundamentalismos monoteístas. Pero el islamista tiene otro elemento, éste político. Hasta el siglo XVII, el mundo islámico podía hablarse de tú a tú con Occidente. Eran más o menos similares en potencia militar, en tecnología, en aportaciones culturales. La balanza de Lepanto podía haberse inclinado hacia cualquier lado; los alquimistas, algebristas y médicos árabes eran comparables y muchas veces superiores a sus homólogos occidentales. La Ilustración vino a romper ese otro equilibrio, también para siempre. Occidente despegó; Oriente se quedó irremediablemente atrás. Ningún agravio real infligido al mundo islámico, ni la situación de Palestina, ni el colonialismo, ni el hecho de hollar los Santos Lugares con tropas estadounidenses, ni el expolio del petróleo, nada, absolutamente nada se compara con el resentimiento de haber perdido esa batalla fundamental.
Durante años el panarabismo y el nacionalismo árabes intentaron llevar a sus pueblos a un nivel comparable con el occidental. Por razones que no vienen al caso fracasaron rotundamente. Y entonces prendió el fundamentalismo, con su receta sencilla para volver a la Edad de Oro, que según sus profetas se perdió por haber extraviado el verdadero camino que la voluntad de Alá quería.
Las coincidencias ideológicas con cierto fundamentalismo cristiano --y el mucho menos conocido fundamentalismo hebreo-- tendrían que ser evidentes, como también lo es la diferencia fundamental de que, en nuestras sociedades secularizadas, estos fundamentalismos no recurren a métodos terroristas. Yo atribuyo tal diferencia a ese resentimiento que siente la nación del Islam como un todo (por lo que no importa que Bin Laden sea millonario o que los terroristas de Londres sean británicos), no al diverso grado de fanatismo ni a ninguna diferencia intrínseca en las enseñanzas de las diversas religiones. Después de todo, suicidas fanatizados los ha habido en diversas sociedades, desde los kamikaze japoneses (o alemanes, que los hubo) hasta los integrantes de sectas estadounidenses.
Ahora bien, el problema de base es que la receta para disipar el resentimiento es exactamente la contraria a la que predican los fundamentalistas: no es la vuelta a una inexistente Edad de Oro, sino la aplicación de los principios democráticos lo que podría traerles la prosperidad. Dicho esto, es verdad que las actuaciones de los EE.UU. no ayudan en lo más mínimo, y que la guerra de Irak no ha sido otra cosa que echar gasolina a un fuego existente, pero sería un error atribuirles la responsabilidad principal del surgimiento del terrorismo fundamentalista. Éste tiene un origen mítico, y aunque está parcialmente basado en hechos, se debe a una lectura totalmente equivocada de esos hechos.
Esto, me parece, no lo entiende ni la izquierda que culpa a EE.UU. de todos los males ni las potencias que, como he dicho, han trivializado el problema reduciéndolo a un maniqueísta enfrentamiento entre un mal nunca explicado y un bien impoluto. Y mientras no se entienda, dígase lo que se diga, la pomposamente llamada guerra contra el terrorismo es un ejercicio supremo de futilidad.
4 Comments:
Espero, supongo, anhelo, que tú mismo reconozcas que el elemento mítico no es suficiente.
Los ilustrados nunca tuvieron un interés decisivo en eliminar del todo la influencia de la fe. A saber qué sería de nosotros si Voltaire hubiese tenido los cojones de Bayle o Montaigne. O como diría alguno que yo me sé: La puta culpa, de los franceses.
Lo primero para curar cualquier enfermedad es diagnosticarla. El terrorismo es una enfermedad, y hay que conocer sus causas mínimamente.
Sin embargo no nos podemos perder en disquisiciones metafísicas ante el cuerpo enfermo, porque existe el riesgo de que se nos muera mientras indagamos que es lo que le pasa y meditamos cómo sanarlo. Ni tampoco podemos aplicarle unas soluciones que hagan bueno el dicho de que es peor el remedio que la enfermedad.
El planteamiento simple (o sencillo, según se mire)y maniqueo de buenos/malos, peca de rústico, un poco de paleto, de provinciano, pero por otro lado es manejable y funcional, y -¡peor aún!- demasiadas veces correcto cuando quien así juzga es "occidental".
Desde luego, puestos a preferir un maniqueismo, uno prefiere el de un demócrata liberal al de un iluminado coránico.
Quizá la guerra contra el terrorismo sea como los sangrados que hacían los médicos a sus pacientes cuando no sabían que otra cosa hacer, o quizá no.
Si se mira desde la perspectiva geopolítico-estratégica podría entreverse una hábil maniobra para envolver y con ello anular a Arabia sin tocar los lugares sagrados de Medina y la Meca.
Y esto, creo yo, sería bueno.
Claro que algún mal pensado solo ven un afán de tomar los pozos de petróleo para garantizar el suministro.
Hola Escéptico, en primer lugar un saludo, que hace mucho que no sé de tí.
En segundo lugar te envío un post que escribí en los foros de El País.
Saludos,
Jota.
En los entornos que apoyaron la invasión de Iraq, se intenta imponer la idea de que no hay que buscar causas al terrorismo. Todos los terrorismos son iguales, y si el terrorismo es el mal absoluto, frente a él sólo cabe su destrucción, y buscar causas y motivaciones sería la antesala de justificarlo.
La idea que mueve a estas mentes pri vilegiadas es no cuestionar la indefendible y fracasada invasión de Iraq.
Pero si efectivamente estamos en guerra con el terrorismo, el conocimiento de sus causas, y de las motivaciones (reales o imaginarias) que mueven a sus partidarios es una condición necesaria para poder derrotarlo.
Decía Sun-Tzu "Aquel que se conoce a sí mismo tan bien como conoce a su enemigo, no ha de temer el resultado de mil batallas"
Tenemos que conocer a Al-Qaeda, profundamente, internamente,... tenemos que saber qué piensan, qué les mueve, qué sienten,... si es que queremos ganar las mil batallas que se avecinan.
Amigos peperos: la invasión de Iraq ha sido un mega-fracaso, un error garrafal, una estupidez, una injusticia, una catástrofe de magnitudes siderales. Da igual lo que digan, así es, y así lo siente el 99,99% de la población.
Cuando hablamos de conocer las causas del terrorismo islamista hablamos de conocer al enemigo. Y cuando hablamos de Alianza de Civilizaciones hablamos de buscar aliados precisamente dónde AQ tiene sus nidos ("Divide y Vencerás"). En lugar de criminalizar al conjunto de la religión islámica para arrojarles en brazos de Bin Laden, como intentan los César Vidal con sus libros infumables.
Es hora de un cambio en el mando de la lucha antiterrorista. La colaboración policial está dando sus frutos. Blair se ha dado cuenta de por dónde va la dirección correcta y busca nuevos aliados. Ya sólo queda esperar pacientemente a que Bush desaparezca del panorama político.
Lamentablemente, el pozo sin fondo en que se ha convertido Iraq seguirá pendiendo sobre Occidente como espada de Damocles.
Y Mariano a lo suyo y sin enterarse. Le va a pasar con la alianza de civilizaciones como con el pacto antiterrorista.
Interesante.
Siempre me explicaron que la idea principal del panarabismo surgió como respuesta a la descolonización y a la reafirmación de una entidad propia. Puede que sea mi ceguera histórica, pero creo que el rescate del poder perdido no deja de ser sólo un factor más que, convenientemente usado, sirve de elemento justificativo ante la oscuridad de algunas mentes.
A veces pienso que tantos años de historia cristianizada también ha difuminado la del resto de los pueblos que participaron en ella. ¿Acaso quieren rescatar esa memoria? Nosotros ya la hemos perdido y nos costará reconocerla.
Publicar un comentario
<< Home