Por una ley ineluctable de la estulticia en materia científica, ésta se reparte de forma razonablemente uniforme entre ignaros de izquierdas e ignaros de derechas. Por cada literalista bíblico que denuncia a Darwin existe un posmoderno dispuesto a desmentir la genética y la psicología evolutiva declarando que el ser humano es una
tabula rasa. Por cada Maruja Torres quejándose de que una sonda espacial "agrede al Universo" hay un César Vidal afirmando sin pestañear que hoy por hoy convivimos con dinosaurios, poniendo como ejemplo el varano.
En el caso de Plutón no podía faltar este curioso equilibrio. Al absurdo posmodernista de Esparza Ruiz que comentaba yo ayer se une el despropósito de Juan Manuel de Prada del sábado, titulado
Plutoneando. Dos polos ideológicos opuestos, pero una y la misma arrogancia al juzgar sin el más mínimo conocimiento la labor de los científicos, una y la misma temeridad para opinar de cosas que se ignoran.
No suelo leer a De Prada; tuve ya una ración suficiente, en la lejana infancia, de sermones y catilinarias más o menos flamígeros pronunciados desde lo alto de un púlpito. Pero después de que un colega me señalara el artículo, he decidido que merecía la pena comentarlo.
De Prada arranca fuerte:
ESOS «astrónomos de la Tierra» -como rotulaba ayer ABC, con deliciosa sorna- que han expulsado a Plutón del elenco planetario nos recuerdan a aquellos ateneístas con ladillas que decidieron someter a votación la existencia de Dios.
Ya conocemos la estrategia: se trata de desprestigiar a los proponentes de un argumento en vez de atacar el argumento, una falacia no formal conocida como
argumentum ad hominem. Desprestigiemos
a prioria los astrónomos con una acusación gratuita. Ya veremos luego si podemos con sus argumentos. Por lo pronto, ridiculicémoslos con esa apostilla redundante, "de la Tierra", con esas comillas y con esa "deliciosa" sorna.
Lo que llama la atención es la vulgaridad del símil. Tal inquina no parece normal en algo tan alejado de la lucha política y de las obsesiones socioteológicas de Juan Manuel de Prada como son las categorías de los cuerpos del Sistema Solar. ¿Qué mal le habrán hecho los "astrónomos de la Tierra" a De Prada para que les fustigue comparándoles con sus peores
bêtes noires, los malvadísimos ateos del Ateneo? Por supuesto no me detendré en el detallado conocimiento que De Prada exhibe sobre las costumbres higiénicas de éstos. Prefiero no indagar cómo lo obtuvo.
En todo caso, mal empezamos. Falacia
ad hominem, suma y sigue. Saltándonos un comentario totalmente político (no es intención de este artículo entrar en consideraciones de tal índole, sino sólo en las puramente científicas), nos encontramos lo siguiente:
Menos pretenciosos que los ateneístas, los «astrónomos de la Tierra» han decidido por sus santos cojones apearle el tratamiento de planeta a Plutón, ingresándolo en otra categoría chusca e infamante, la de los «planetas enanos»; que es como si a alguien le pones el don por delante y a continuación lo designas con un diminutivo, don Jaimito o don Suso (*).
Don Juan Manuel comienza a demostrar su vasta cultura científica. Veremos en breve si la expresión "por sus santos cojones" está justificada. Lo que es totalmente absurdo es calificar como "chusca e infamante" una palabra que es descriptiva y que está perfectamente asentada en el vocabulario de la astronomía. ¿Ignora acaso Don Juan Manuel que existe desde hace décadas la categoría de estrellas enanas? Si lo sabía, no se explica que no haya protestado contra el supuesto "chusco e infamante" adjetivo hasta ahora. Y si lo ignoraba, demuestra que de astronomía no sabe ni la media. El propio Sol que le alumbra, señor De Prada, nada menos que el Astro Rey, se convertirá un día en una enana blanca. Siento informárselo.
Por lo demás, los científicos han utilizado desde tiempo inmemorial palabras extraídas del lenguaje común, dándoles nuevos sentidos que, al ser científicos, son todo menos peyorativos. Sin ir más lejos, el término "enanismo" sigue siendo de uso corriente en medicina, a pesar de que las personas con ese conjunto de patologías prefieran, al menos en EEUU, ser llamadas "gente pequeña". Sorprende en todo caso que Don Juan Manuel, tan de derechas él, se apunte con tanto entusiasmo a la absurda corrección política que implica impugnar esta palabra.
Pero abreviemos. Sea como sea, el segundo gran argumento de Don Juan Manuel es simplemente un juicio de valor, y por tanto una subjetividad que no debería tener cabida en un debate sobre cuestiones científicas.
Para finalizar este punto, habrá que informarle a De Prada que, si a pesar de toda la argumentación anterior sigue sin gustarle el término, la UAI propone otro, sinónimo de planeta enano: planetoide. Podría haberlo leído por su cuenta consultando la fuente de la noticia (o Wikipedia), pero parece que por sus santos cojones no le apeteció hacerlo.
Continuemos. Dice nuestro autor:
Al parecer, Plutón no alcanza las medidas exigibles a un planeta como Dios manda; criterio que, amén de confuso, marca un precedente peligroso: como nos pongamos a usar la vara de medir, mañana mismo podríamos declarar que tal o cual miembro es en realidad un apéndice, que tal o cual apéndice es en realidad una verruga, que tal o cual gobernante es en realidad un zascandil, y así sucesivamente.
Siguen los despropósitos. En primer lugar, se equivoca de medio a medio. Hubo cuatro criterios para definir qué es un planeta y qué no. No uno (medidas), sino cuatro. Los enumero a continuación.
Para ser considerado planeta, el cuerpo debe:
1) Estar en órbita alrededor de una estrella (para excluir los satélites)
2) Tener masa suficiente para que su autogravedad supera a las fuerzas de cuerpo rígido y le permita entrar en equilibrio hidrostático (lo cual significa adoptar una forma cuasiesférica)
3) No ser lo suficientemente masivo para que en su núcleo se inicien procesos de fusión nuclear (lo cual lo convertiría en una estrella)
4) Haber "limpiado" sus proximidades de otros objetos. Esto último quiere decir básicamente que no hay otros objetos similares en órbitas similares (como sí ocurre con los asteroides), habiendo sido éstos agregados a la masa del propio planeta o bien expulsados hacia otras órbitas, en virtud de las fuerzas gravitacionales del planeta. Esto tiene además una definición formal que puede leerse
aquíNo me interesa entrar en el detalle de los cuatro criterios y si son correctos o no. Lo que me interesa es demostrar, en primer lugar, que De Prada no ha hecho los deberes y habla desde la más absoluta ignorancia. No sólo no hay un solo criterio, como él afirma, sino que "las medidas" (supongo que Don Juan Manuel, si sus olvidados conocimientos de geometría elemental se lo permitieran, habría dicho diámetro o volumen) ni siquiera es uno de los criterios. El criterio es la masa, que si bien está relacionada con el volumen a través de la densidad del cuerpo, es un criterio diferente en la medida en que la densidad presenta una cierta variabilidad en el Sistema Solar.
¿Por qué es esto último relevante? Bueno, además de seguir mostrando la falta de rigor del crítico, porque es necesario hacer notar que la definición de la masa requerida para ser planeta es muy precisa, como puede observarse en los puntos (2) y (3). Lejos de la arbitrariedad que De Prada quería hacernos creer que existía en los criterios de la UAI, los límites impuestos por estos dos criterios se refieren a fenómenos físicos perfectamente observables: ausencia de fusión nuclear y forma cuasiesférica.
Se puede debatir, y de hecho se ha debatido y se sigue debatiendo en el seno de la comunidad astronómica, si los criterios son los adecuados. Lo que no se puede es decir que los astrónomos los definieron "por sus santos cojones".
Por lo demás, estamos hablando de cuerpos celestes, que a diferencia de las partes de los seres vivos, presentan su mayor variabilidad en cuanto a su masa, su composición química y otras pocas variables geofísicas. No hay tantos parámetros distintos que puedan distinguir a un cuerpo celeste.
Vemos entonces que el argumento de Don Juan Manuel no es más que un hombre de paja, falacia que consiste en inventarse lo que el otro dice, caricaturizándolo hasta el extremo, atacar luego la caricatura y pretender que se ha derrotado el argumento original del oponente. No hay tal "precedente peligroso" porque ni los astrónomos han dicho lo que De Prada les hace decir falsamente ni las decisiones que se tomen en el campo de la astronomía tienen por qué afectar la definición de categorías en otras disciplinas, tales como miembro, apéndice o verruga, que están perfectamente definidas sin apelar a tamaños, entre otras cosas porque un mismo cuerpo no presenta miembros de tamaños muy distintos. Pero claro, Don Juan Manuel apela aquí, como en el resto de su artículo, al primer principio del periodismo amarillo: no dejes que la realidad te estropee un buen titular.
Jopé con los astrónomos. Si estos matan el rato con votaciones tan patidifusas y estupefacientes, ¿qué podremos esperar de los astrólogos, que siempre han sido considerados sus primos tarambanas, o enanos?
A pesar de la guasa, conviene aclara el despropósito. Los astrólogos tienen tanto que ver con los astrónomos como los corredores de los sanfermines con los comentaristas de actualidad que escriben en los diarios. Sí, ambos tienen relación con grandes hojas de papel impreso, pero ahí terminan las similitudes. Uno usa el periódico para pegar en los morros al toro y el otro para escribir en él. De la misma forma los astrónomos estudian, de forma seria, el Universo, mientras que los astrólogos se basan en los movimientos de los astros para supuestamente definir la personalidad y supuestamente predecir el futuro.
Uno desea que la Unión Astrológica Internacional evacue un comunicado alternativo, rehabilitando al degradado Plutón, que siempre había sido un astro muy influyente en los horóscopos.
Me parece muy bien que así lo desee, por más que siga la guasa. Sólo hay dos problemas. Eso de que "Plutón ha sido siempre un astro muy influyente" es una afirmación un tanto temeraria. Plutón fue descubierto en 1930. Hay gente que tiene más años que los que lleva Plutón descubierto. Y la astrología, por lo que sabemos, se remonta a los tiempos de los babilonios y ya estaba muy bien establecida en época helenística. El segundo problema, ya lo habrá adivinado, es que lo que digan los astrólogos carece por completo de validez científica, y que ponerlo al mismo nivel que una decisión científica es otro descomunal despropósito.
Pero lo que de verdad nos fascina de esta controversia tan peregrina es que se haya resuelto mediante votación. En nuestra época, las cosas no son verdaderas o falsas, buenas o malas, justas o injustas; en realidad, las cosas ni siquiera son, mientras no se monte una votación que así lo establezca.
A mí lo que me fascina es la segunda utilización en pocas líneas del plural mayestático que, según Mark Twain, sólo podían usar los Papas, los reyes y los que tenían lombrices intestinales. Pero más allá de eso, tendremos oportunidad de refutar el hecho de que la verdad científica, en nuestra época, se decide por votación.
Diógenes Laercio aseveraba que la verdad no existe; en vista de lo cual sentenció: «Abstengámonos de pronunciarnos sobre la verdad». Pero nuestra época, menos humilde, ha querido someter la verdad a la tiranía de las mayorías.
Son legión los filósofos que han planteado, con variantes, su escepticismo respecto de la existencia de la verdad, y en particular de la verdad sobre la realidad externa; tales posturas han existido desde la Antigüedad, desde Pirro de Elea pasando por el escepticismo académico y Sexto Empírico, saltando al empirismo escéptico inglés de Hume y Berkeley, sobrevolando los matices kantianos, hasta llegar finalmente a las formulaciones modernas del positivismo lógico derivadas de Ernst Mach.
Llama la atención sin embargo que De Prada atribuya esta frase a Diógenes Laercio, muchísimo más conocido por su inestimable labor de difusión de las ideas de otros filósofos que por haber formulado las suyas propias. Tan es así que no merece siquiera un artículo propio en la extensa y prestigiosa
Stanford Encyclopedia of Philosophy.
En todo caso, yo nunca he leído que Diógenes Laercio fuese un escéptico ni conozco la cita que menciona De Prada. A Diógenes Laercio se le adscribe, en todo caso, a la escuela epicúrea, y aun esto es dudoso. Y sin embargo, una frase como la anterior le catalogaría de inmediato entre los escépticos, sin lugar a la menor duda. Todo ello me lleva a pensar no sólo que la atribución de Don Juan Manuel a Diógenes Laercio es problemática sino, de manera más importante, que su conocimiento de la historia de la epistemología y en particular de los escépticos griegos es muy limitado. En particular, no puedo descartar que De Prada atribuya a Diógenes Laercio una frase que éste a su vez atribuyera en sus escritos a otro filósofo.
En todo caso, si de lo que hablamos es de ciencia empírica, que ni Diógenes Laercio ni los escépticos clásicos conocieron, lo razonable sería citar críticas modernas, no remontarse unos 1700 años o más para buscar una cita clásica.
Ahora bien, no quiero entrar en un profundo debate sobre la posibilidad de conocer la verdad, o sobre la existencia de ésta. Mi argumento en contra del escepticismo que plantea De Prada en este artículo (y por cierto sólo en éste; he visto, buscando la cita en Google, que la ha usado en otro
artículo previo... pero para criticarla. ¡Viva la coherencia!); decía, mi argumento en contra de tal escepticismo es la innegable efectividad de la ciencia. De Prada escribe, como dije en el artículo pasado, en un ordenador cuyo funcionamiento sería imposible si la ciencia no se acercara de forma razonable a la verdad sobre ciertas realidades específicas. La tomografía por emisión de positrones no funciona por casualidad, sino por estar basada en teorías científicas sólidas que describen y predicen de forma adecuada la realidad. Ni las terapias génicas son casuales, ni la efectividad de las vacunas, ni la forma como todo el árbol de la vida se acomoda magníficamente de acuerdo a las predicciones de la teoría de la evolución. Todo ello lleva a la conclusión empírica de que la realidad es cognoscible hasta un grado casi arbitrario de precisión, digan lo que digan los filósofos más ilustres.
Por supuesto que nuestra época es menos humilde. Tiene razones para serlo, y la Humanidad ha derivado todo tipo de beneficios de esa falta de humildad, o mejor dicho, de ese inconformismo que ha llevado siempre a los grandes descubrimientos y del que De Prada, visto lo visto, abomina.
Por lo demás, como he dicho arriba, demostraremos a continuación que es falso que la verdad científica se decida por votación.
¿Dice usted que Plutón es un planeta? Pues espérese un poco, que meto aquí una urnita y lo decidimos en un periquete. ¿Que los saltamontes no son mamíferos? Bueno, eso será si el vecino del quinto piensa lo mismo que usted; porque, de lo contrario, ya somos dos contra uno.
[...]
La verdad ha dejado de existir; pero nosotros, además, como somos más chulos que Diógenes Laercio, decidimos mediante votación cuál es la verdad que en cada momento conviene; por supuesto, si la realidad nos desmiente, es un problema de la realidad, no nuestro.
Ahí le quería yo ver, Don Juan Manuel. Es por ello que he esperado hasta aquí para refutarle. "si la realidad nos desmiente es un problema de la realidad". Díganos ahora, ¿cómo demonios puede la realidad desmentir
UNA DEFINICIÓN? ¿Qué experimento hay que realizar para determinar que Plutón es un planeta? ¿Dónde nos dicta la Naturaleza qué es un planeta y qué no? ¿Lo llevan grabado en la superficie o forman letritas moviéndose en su órbita que ponen "soy un planeta" cuando uno les asesta el telescopio? Claro que no.
Usted padece, me temo, de una enfermedad filosófica llamada nominalismo (¿recuerda a Borges? Si como afirma el Griego en el Cratilo/el nombre es arquetipo de la cosa...). Al parecer, piensa implícitamente que la realidad depende del nombre que le demos a las cosas. Pero no es así. Júpiter es exactamente el mismo planeta que los chinos llaman "la estrella de madera" y los hindués "Guru". Si mañana la UAI decidiera cambiar el nombre de Júpiter, ¿qué cambiaría? ¿Su posición en el cielo? ¿Su órbita? ¿Su composición química? ¿Sus satélites? ¿Su atmósfera? ¿Su velocidad de rotación? ¿Su atmósfera? ¿Su temperatura superficial? Por supuesto que no. No cambiaría nada en absoluto. Estaría sometido a las mismas leyes físicas descritas por nuestras teorías y las mediciones que hiciéramos de sus magnitudes físicas serían exactamente iguales antes y después del cambio de nombre.
Ahora bien, piense en Júpiter como una etiqueta, un conjunto que tiene un solo elemento, el cuerpo celeste más masivo del Sistema Solar salvo el Sol. Y ahora, generalice el argumento. ¿Qué pasa si en vez de tener un elemento el conjunto tiene ocho o nueve? ¿Cambiarán sus magnitudes físicas? ¿Estarán sometidos a leyes diferentes y por tanto tendrían que cambiar nuestras teorías? Si el conjunto pasa de nueve a ocho, ¿el elemento perdido deja de existir? La respuesta nueva, rotundamente, es NO.
Ahora, completemos el argumento llamando al conjunto de marras conjunto de planetas del Sistema Solar. No importa cuántos elementos tenga dicho conjunto, las leyes físicas y las características de todos los elementos (dentro o fuera del conjunto) serán las mismas.
Pero si las leyes físicas son las mismas, ¿es posible decir que la realidad puede llegar a distinguir cuántos elementos tiene el conjunto? Pues no, porque el conjunto lo hemos construido nosotros. La realidad no se entera de nuestras definiciones. Por ejemplo, ¿sabía usted que las constelaciones que seguimos usando por conveniencia no tienen la menor realidad física? Las estrellas que las componen están con frecuencia a distancias enormes entre sí. Sólo nuestra perspectiva las hace aparecer cercanas. Pero eso no obsta para que los astrónomos sigan hablando de Escorpio y Casiopea, más que nada como puntos de referencia en el cielo: una convención útil, nada más, que podría cambiar mañana sin que por ello se viera alterado ningún aspecto de nuestras teorías.
Volviendo al punto principal. En un lenguaje más propio de la epistemología científica, las definiciones que hacemos de los cuerpos del Sistema Solar no son falsables, no son afirmaciones sobre la realidad. "No falsable", según Popper, quiere decir que no podemos diseñar un experimento que demuestre la falsedad de la proposición (tampoco su verdad, por si usted se lo está preguntando; la verdad sobre la Naturaleza no es nunca demostrable). La proposición "El cuerpo celeste más masivo del Sistema Solar, fuera del Sol, se llama Júpiter" no es falsable. No puede demostrarse falsa (ni cierta). Es una convención.
De igual forma decir que los planetas del Sistema Solar son los que cumplen los cuatro criterios que he listado arriba –lo cual constituye la definición "planeta del Sistema Solar-- es una proposición no "falsable". Se sigue que no es ni verdadera ni falsa
per se. Es también una convención, pero una convención con ciertos matices más ricos que un simple nombre. Ahora entraré en ellos. Lo que importa es que no existe experimento ni observación alguna que pueda demostrar la falsedad de la proposición, por lo que la realidad nunca nos desmentirá nuestra definición de planeta.
Entonces, ¿para qué sirve una definición? ¿Qué sentido tiene hablar de planetas? ¿Por qué no les llamamos a todos los objetos del Sistema Solar de la misma forma –por ejemplo pradoides-- y nos quitamos el problema de encima? ¿Por qué tanta polémica? Pues bien, las definiciones –y he aquí el matiz que quería introducir—tienen que ser útiles y razonables en el contexto de una teoría, de una explicación del mundo. Los objetos del Sistema Solar son clasificados dentro de diversas categorías (cada una de ellas una definición), asegurándonos de que el conjunto de las categorías es una partición. Esto quiere decir que todos los objetos pertenecen a una y solo una categoría.
Hemos visto que las categorías no cambian ninguna de las leyes físicas, pero sí pueden resultar más o menos útiles de cara a la teoría. Ahora es el momento de observar que no existe una sola partición, una sola forma de clasificar los cuerpos celestes en categorías. Puedo, por ejemplo, clasificarles de otras formas: si son gaseosos o rocosos, si su temperatura superficial cae dentro de uno de veinte rangos distintos, si tienen campo magnético o no, si presentan actividad tectónica o no, si tienen atmósfera o no y de qué tipo, si tienen cráteres o no. Todas éstas son particiones que pueden ser útiles en un momento dado para estudiar aspectos distintos, para aplicar teorías distintas. A los expertos en tectónica de placas les interesará la clasificación de cuerpos según presenten o no actividad tectónica; a los científicos de la atmósfera les interesará otra clasificación según el tipo de atmósfera; a los exobiólogos les interesarán otras características. Ninguna de las clasificaciones es más verdadera que otra: son simplemente más o menos útiles para los fines específicos del estudio que se emprende.
Ése es el criterio –y lo es desde tiempos de Aristóteles, ya que le gusta usted citar a los clásicos—para determinar si una definición debe prosperar. Ahora bien, ¿qué hacer si hay discrepancias, dado que no hay criterios 100% objetivos para determinar la definición "correcta" (usado el término, dado lo que he explicado hasta ahora, con diez pares de comillas)? Pues lo que se hace es votar, que es lo que siempre se hace cuando se sabe que algo no puede dilucidarse de otra forma.. Pero no votar, como usted pretende tramposamente, señor De Prada, entre el conjunto de todos los ciudadanos, o entre los vecinos de su escalera. No, señor, hombre de paja. Se trata de votar entre expertos que pueden determinar qué definición les es más útil y razonable.
¿Por qué ha ganado la opción de excluir a Plutón? ¿Había otras opciones sobre la mesa? Sí, las había. Pero hubieran implicado incluir a otros tres objetos, además de Plutón, en el catálogo de los planetas. Sea como sea, no podíamos quedarnos de la misma forma. ¿Por qué? Pues porque se han descubierto, a partir de los años setenta, otros objetos que no se podrían excluir razonablemente de la definición de planeta si se incluye en ella a Plutón. Notablemente, Caronte y más recientemente el objeto 2003-UB(313), que es incluso mayor que Plutón. Hay que añadir que cuando Plutón fue aceptado en la comunidad de los planetas, no se sabía que su masa y diámetro fuesen tan pequeños como resultaron ser, acercándolo a objetos previamente descubiertos que ya no se consideraban planetas, como Ceres, en el cinturón de asteroides.
Por si todo esto fuera poco, se sabe ahora que Plutón, Caronte y el otro objeto referenciado (cuyo nombre provisional, desafortunadamente, es Xena) pertenecen a una estructura llamada Cinturón de Kuiper, en la cual es más que probable que encontremos otros objetos similares en los próximos años, llevando entonces el total de planetas hasta medio centenar o más. Es tal vez esta perspectiva la que más ha pesado en el ánimo de los astrónomos, que intentaban mantener el número de planetas en un rango manejable, entre otras por razones de historia y tradición.
Vuelvo a enfatizar que esto no tiene la menor consecuencia física. Dentro de un libro que describa el Sistema Solar habrá un capítulo que hable de ocho planetas, y luego habrán capítulos para diversos cuerpos menores. Nada habrá cambiado, salvo un objeto que saltará de un capítulo a otro.
Como ve usted, Señor De Prada, hay muy poco de arbitrario ("por sus santos cojones", decía usted) y mucho de razonable en esta decisión. La decisión, por supuesto, es discutible. Pero no puede descalificarse
a priori con los peregrinos argumentos que usted ha usado.
Pasemos ahora a otra falsedad: el creer que esta situación es novedosa
y propia de los tiempos que corren. Pues no. Esta situación no es nueva en absoluto. Si bien la definición que acaba de dar la UAI es la primera definición formal de planeta, durante años se han manejado definiciones informales que han ido cambiando. En la Antigüedad clásica los planetas (la palabra quiere decir "errantes" en griego) eran el Sol, la Luna, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Eran simplemente los objetos que se movían de forma distinta a la de la bóveda celeste. Al adoptarse el modelo copernicano se cayó en la cuenta de que el Sol y la Luna eran objetos de otra índole, al tiempo de que la Tierra era similar a los otros planetas. Se adoptó implícitamente la definición de que planeta sería todo aquello que orbitara alrededor del Sol. En el siglo XIX se descubrió Urano y luego Ceres. El número de planetas pasó entonces de seis a siete y luego a ocho... y luego a ¡once! con el descubrimiento de tres nuevos cuerpos que ahora llamamos asteroides, pero que entonces se consideraron planetas, Palas, Juno y Vesta (obsérvese que los nombres son de Dioses Olímpicos, como corresponde a un planeta). Finalmente se decidió que estos últimos cuatro cuerpos eran demasiado pequeños y no merecían ser planetas. Y esto sucedió en el siglo XIX, no en esta época "progre" supuestamente tan proclive a decidir la verdad de forma arbitraria y por votaciones. A continuación se descubrió Neptuno, pasando el número de planetas a ocho, y finalmente, en 1930, a Plutón.
Casi para cerrar, pasemos a su argumento sobre la posibilidad de que en el futuro se decida si un grillo es mamífero. Esto, señor De Prada, además del típico argumento de la pendiente deslizante es imposible si no se cambia la definición de mamífero, que es justamente lo que ha hecho la UAI con la definición de planeta. Para que un grillo pasara a ser mamífero, habría que redefinir mamífero como todo el subreino Bilateria, que hasta donde entiendo es donde se unen filogenéticamente artrópodos y mamíferos (esto de la taxonomía, por cierto, me lo cambian más que la definición de planeta). En el nuevo subreino Mammalia caerían todos los mamíferos y artrópodos, pero no sólo ellos. Habría por necesidad peces, aves, anfibios, reptiles, artrópodos, equinodermos, ciertos tipos de gusanos, etc.de la misma forma que un cambio en la definición de planeta que incluyera a Plutón habría de incluir a otros objetos.
Todo esto es posible, si bien bastante absurdo por dos razones. Primera, que la etimología de "mamífero" dejaría de tener sentido. Y segundo, porque el subreino ya tiene un nombre razonable y no hay por qué cambiarlo. Vemos pues que su ejemplo es falaz.
Finalmente, señor De Prada, yo le rogaría un poco de coherencia. O adopta usted la postura escéptica que usted atribuye –casi seguramente de forma apócrifa-- a Diógenes Laercio, y entonces tiene que admitir que no puede venir la realidad a desmentirnos (según esto la verdad no existe, ¿recuerda?), o bien usted es un realista, admite que la verdad existe, y por tanto su cita apócrifa se queda en agua de borrajas. Pillado en flagrante contradicción.
A este fenómeno, tan desquiciadamente democrático, lo llamaremos desde hoy «plutonear».
Tercer uso del plural mayestático. Pues si no le importa, dada la densidad de errores graves en su artículo, a la conducta de hablar de lo que no se sabe, exhibiendo la temeraria arrogancia del ignorante, yo la llamaré desde hoy "depradear". Y es que, si me permite –estoy seguro que siendo usted tan faltón no se molestará-- se puede rebuznar más alto, pero no más claro.
P.D. Por cierto,
nobleza obliga. Maruja Torres se enmienda un poco con un artículo en defensa de la teoría de la evolución. Menos mal.