Un héroe olvidado
Ser hijo del exilio marca. Como dicen del bautizo, imprime carácter indeleble. A veces envidio a los que pueden decir, sin la menor duda, ésta es mi tierra. En aquel cementerio están mis tatarabuelos, y ahí reposaré yo. Yo no puedo. Estoy suspendido a mitad del Atlántico, oscilando siempre entre dos amores y dos nostalgias. En un sitio, a diez mil kilómetros de su Galicia natal y de los campos y ríos que sobrevolaba cuando era dichoso, está enterrado el abuelo aviador, el que luchó en la guerra... y la perdió. Eso también marca, ser hijo de derrotas. De derrotas dignas, claro está.
El abuelo hizo la ruta consabida: Barcelona, La Jonquera, Argelès-sur-Mer y su campo de concentración. Mientras, mi abuela y sus hijos encontraban refugio en el Orán francés, al lado de una hermana. Finalmente, la familia pudo reunirse en Orán, gracias a algún proviso de reagrupación familiar que permitió el gobierno de Vichy y a que, me dicen, mi tía abuela no cejó en su esfuerzo de reclamar a su cuñado. Fueron años de privaciones. Lo habían perdido todo, absolutamente todo. Apenas puedo imaginar su desesperanza.
Pero sin ellos saberlo, algunos héroes conspiraban para devolverles algo de lo que habían perdido. El primero de ellos se llamaba Lázaro Cárdenas y era Presidente del lejano México. Amigo insobornable de la República Española, durante la Guerra hizo todo lo que estuvo en su mano para ayudarla, tanto diplomática como militarmente, enviando armas, sin olvidar la acogida que brindó a algunos de esos niños de la guerra que dejaron su patria sin saber que era para siempre. La política exterior de México (con equis, si no es mucha molestia), país invadido y mutilado desde casi su nacimiento, se había caracterizado siempre por su nobleza e idealismo, pero en tiempos de Cárdenas esa política alcanzó cotas nunca imaginadas. Derrotados los republicanos, Cárdenas decidió que su misión era salvar a tantos como pudiera. Salvarlos de las garras de Franco, cuyo ministro de Exteriores, Serrano Suñer, ya exigía extradiciones a Vichy, ya le decía a Ribbentropp que los españoles exiliados eran apátridas y la Alemania nazi podía hacer con ellos lo que quisiera. Salvarlos también del propio Vichy y de los nazis.
Cárdenas hizo algo asombroso. Dispuso que México acogiera a todos los exiliados que lo solicitaran, sin ningún distingo, sin pedir contraprestación alguna, con los gastos de transporte a cargo del propio gobierno mexicano. Mientras daba las órdenes pertinentes, declaraba convencido: "No podemos aceptar que haya un hombre en el mundo que carezca de un lugar donde vivir”
Creo que es difícil encontrar en toda la historia un acto semejante de solidaridad, desinterés y nobleza. El Secretario (Ministro) de Exteriores encargado de esta magna operación se llamaba Isidro Fabela, otro nombre para recordar, otro hombre que los españoles deberíamos honrar por la entrega y abnegación de que hizo gala en aquella empresa. Pero en mi corazón hay un hombre que les supera, cuyo nombre no puedo conjurar sin que los ojos se me aneguen de lágrimas, y que desgraciadamente, que yo sepa, no tiene monumento ni calle dedicada en ninguna ciudad mexicana ni española.
Fue el hombre encargado de llevar a cabo la monumental operación: el embajador de México ante Vichy, Don Luis Rodríguez. Sería largo relatar todas las gestiones que Rodríguez tuvo que realizar, desde el esfuerzo de documentar a 100.000 exiliados (se dice pronto) sin contar más que con un pequeña oficina, cuatro diplomáticos a su cargo, y un Buick negro, hasta fletar barcos, conceder visados, negociar acuerdos, y en general ocuparse de la logística que representaba enviar a decenas de miles de personas a través del Atlántico con todos sus papeles en regla. Quien quiera enterarse de parte de esos esfuerzos, debería leer el artículo que Jordi Soler, exiliado como yo, escribió en El País Semanal y que me encuentro aquí.
Mi familia fue una de las beneficiadas por las febriles gestiones de Don Luis. Embarcaron en el vapor Nyasa con destino al puerto de Veracruz y a una nueva vida. Fueron recibidos, por cierto, en dicho puerto por una gran concentración sindicalista mexicana, entre cuyas pancartas se leía una que ponía: "El sindicato de tortilleras da la bienvenida a los republicanos españoles". Mi abuela lo contaba riéndose, recordando el rostro demudado que habían puesto sobre todo las señoras, mirándose unas a otras como diciendo: "Joer, qué adelantados están en este país..." En realidad, una tortillera en México es la que confecciona las tortitas de maíz, las tortillas, que son la base de la alimentación popular.
Por supuesto, Rodríguez no consiguió evacuar a los cien mil. Sabemos que algunos regresaron a España, y que esto les costó cárcel o algo peor. Otros encontraron asilo en Chile, gracias nada menos que a Pablo Neruda, o en Argentina, o en muchos otros países iberoamericanos. Otros fueron a parar a Mauthausen y la mayoría no volvió. Otros engrosaron --y engrosaron mucho-- las filas de la Resistencia y la Columna Leclerc, la primera que entró, pocos años después, a un París liberado. Y otros... otros murieron en Francia.
Entre ellos, por supuesto, Don Antonio Machado y Don Manuel Azaña. Cárdenas giró instrucciones específicas a Rodríguez para que protegiera a Azaña, una labor endiablada porque Serrano Suñer no cejaba en su intento obsesivo de extraditarlo a España. Azaña era por entonces un hombre enfermo y derrotado. Rodríguez, nos cuenta Soler, le visitó el 2 de julio de 1940, en la casa del doctor Cave, en Montauban.
Le dejo la palabra a Soler:
El presidente y su esposa habían tenido que escapar de la casa de Pyla-sur-Mer a bordo de una ambulancia perseguidos muy de cerca por los agentes de Franco. Azaña ya estaba desde entonces gravemente enfermo y habla mandado llamar al embajador para contarle de la fatiga y la angustia que le provocaban esas persecuciones. Rodríguez le prometió que trataría su caso con el mariscal Pétain y antes de despedirse, le entregó 2.000 francos que le enviaba el general Cárdenas y que Azaña aceptó a regañadientes y sólo a condición de que fueran considerados un préstamo que devolvería en cuanto pudiera.
Nos cuenta Soler a continuación el resultado de tal entrevista con un Pétain desdeñoso y altivo, que sin embargo prometió algo de colaboración extraoficial en la protección de Azaña.
Sigue Soler:
La Legación brincaba completa, con máquinas de escribir y maletas llenas de documentos, de Saint.Jean-de-Luz a Biarritz y de Montauban a Vichy y de ahí a Marsella, donde un grupo de agentes italianos sustituían las funciones de espionaje de los agentes de Franco, que ya empezaban a aparecer por todas partes con una profusión y una frecuencia alarmantes. La Gestapo y el Gobierno de Vichy sospechaban que la Legación de Rodríguez utilizaba sus privilegios diplomáticos para favorecer a republicanos que estaban en las listas de españoles extraditables que enviaba semanalmente Franco. Tampoco veían con buenos ojos la protección que el Gobierno de México le había ofrecido al presidente Azaña y sostenían, quizá para darle más consistencia al expediente, que el embajador solapaba y alentaba actividades políticas comunistas. Tantas sospechas se tradujeron en una cauda de espías que iba jalando el Buick negro de Rodríguez por todo el sur de Francia.
El 22 de agosto, el embajador consiguió que se firmara un acuerdo entre los Gobiernos de México y de Francia para que los refugiados que se habían apuntado en el plan de evacuación de Cárdenas no pudieran ser extraditados a España. A principios de septiembre, cuando la Legación itinerante ya había logrado instalarse en el hotel Midi de Montauban, las peticiones de extradición de Franco sumaban 3.617 nombres, y a éstos había que agregar las extradiciones espontánea5~ a partir de un rumor o un pitazo, que efectuaban por libre los agentes españoles o los de la Gestapo; estas últimas, por descontroladas e impredecible5~ tenían aterrorizadas a familias completas que optaban por vivir ocultas en sótanos o en bodegas. Rodríguez se dio cuenta pronto de que el acuerdo entre Francia y México no iba a respetarse, por una parte no se veía que redujera el acoso a los republicanos y por otra, la ayuda parca que Pétain había ofrecido en el caso de los Azaña, se había evaporado una semana después: un grupo de Falange había capturado a Cipriano Rivas Cherif, cuñado y colaborador del presidente y lo había regresado a España con el ánimo de juzgarlo y fusilarlo.
Rodríguez movía todas sus fichas diplomáticas, iba de oficina en oficina buscando aligerar la situación de los republicanos, y mientras tanto, con la idea de extender su margen de operación, había puesto a ondear la bandera mexicana en las habitaciones, 7, 9 y 11 del hotel Midi, y había declarado territorio mexicano los metros cuadrados que ocupaban. Esto le dio la oportunidad de asilar ahí mismo, en las habitaciones 7 y 9, a decenas de refugiados perseguidos.
El 15 de septiembre, Rodríguez rescató al presidente Azaña de las garras de los agentes de Franco y le dio asilo en la habitación número 9. Tenía la idea de trasladar al presidente a otra ciudad y eventualmente, si él accedía y su salud lo permitía, llevarlo en barco o en avión a México; pero antes de que pudiera hacerse nada, llegó, del prefecto de Montauban, la prohibición de mover a Azaña de donde estaba, y un poco después, su precaria salud terminó de inmovilizarlo y fue consumiéndolo hasta que murió, en el territorio mexicano de su habitación, el 4 de noviembre.
Así pues, podemos decir que Azaña murió en territorio mexicano, amparado por el gobierno del General Cárdenas. Pero la protección no terminó con la muerte. Rodríguez tendría aún un gesto maravilloso con el malogrado Presidente de la Segunda República Española. Dejemos que Soler, que lo cuenta magistralmente, continúe el relato:
Al día siguiente, cuando el cortejo fúnebre se preparaba para salir, llegó nuevamente el prefecto de la ciudad a prohibir cualquier tipo de manifestación colectiva y a exigir que, en lugar de la bandera republicana que cubría el féretro de Azaña, se colocara el pabellón de Franco. Rodríguez se negó en redondo y, para evitar una confrontación que de ninguna forma hubiera podido ganar, le dijo: ‘Lo cubrirá con orgullo la bandera de México- Para nosotros será un privilegio; para los republicanos, una esperanza, y para ustedes, una dolorosa lección”.
[...]
El embajador Rodríguez murió en México en 1973 y hasta entonces mantuvo contacto con la comunidad de refugiados españoles. El día de su entierro, un grupo de republicanos cerró el círculo que don Luis había abierto, 33 años antes, en el sepelio del presidente Azaña: agradecidos hasta el final con ese hombre, con ese embajador cuya aura diplomática los había protegido del peligro, devolvieron su cuerpo a la tierra envuelto en una bandera republicana.
Tengo una tricolor en casa. Y cada vez que la veo, me acuerdo del injustamente olvidado Don Luis Rodríguez, mexicano de gran corazón y amigo insobornable de la verdadera España. Algún día le haremos justicia.
P.D. Gracias, Jordi Soler, muchas gracias por esta maravillosa historia.
El abuelo hizo la ruta consabida: Barcelona, La Jonquera, Argelès-sur-Mer y su campo de concentración. Mientras, mi abuela y sus hijos encontraban refugio en el Orán francés, al lado de una hermana. Finalmente, la familia pudo reunirse en Orán, gracias a algún proviso de reagrupación familiar que permitió el gobierno de Vichy y a que, me dicen, mi tía abuela no cejó en su esfuerzo de reclamar a su cuñado. Fueron años de privaciones. Lo habían perdido todo, absolutamente todo. Apenas puedo imaginar su desesperanza.
Pero sin ellos saberlo, algunos héroes conspiraban para devolverles algo de lo que habían perdido. El primero de ellos se llamaba Lázaro Cárdenas y era Presidente del lejano México. Amigo insobornable de la República Española, durante la Guerra hizo todo lo que estuvo en su mano para ayudarla, tanto diplomática como militarmente, enviando armas, sin olvidar la acogida que brindó a algunos de esos niños de la guerra que dejaron su patria sin saber que era para siempre. La política exterior de México (con equis, si no es mucha molestia), país invadido y mutilado desde casi su nacimiento, se había caracterizado siempre por su nobleza e idealismo, pero en tiempos de Cárdenas esa política alcanzó cotas nunca imaginadas. Derrotados los republicanos, Cárdenas decidió que su misión era salvar a tantos como pudiera. Salvarlos de las garras de Franco, cuyo ministro de Exteriores, Serrano Suñer, ya exigía extradiciones a Vichy, ya le decía a Ribbentropp que los españoles exiliados eran apátridas y la Alemania nazi podía hacer con ellos lo que quisiera. Salvarlos también del propio Vichy y de los nazis.
Cárdenas hizo algo asombroso. Dispuso que México acogiera a todos los exiliados que lo solicitaran, sin ningún distingo, sin pedir contraprestación alguna, con los gastos de transporte a cargo del propio gobierno mexicano. Mientras daba las órdenes pertinentes, declaraba convencido: "No podemos aceptar que haya un hombre en el mundo que carezca de un lugar donde vivir”
Creo que es difícil encontrar en toda la historia un acto semejante de solidaridad, desinterés y nobleza. El Secretario (Ministro) de Exteriores encargado de esta magna operación se llamaba Isidro Fabela, otro nombre para recordar, otro hombre que los españoles deberíamos honrar por la entrega y abnegación de que hizo gala en aquella empresa. Pero en mi corazón hay un hombre que les supera, cuyo nombre no puedo conjurar sin que los ojos se me aneguen de lágrimas, y que desgraciadamente, que yo sepa, no tiene monumento ni calle dedicada en ninguna ciudad mexicana ni española.
Fue el hombre encargado de llevar a cabo la monumental operación: el embajador de México ante Vichy, Don Luis Rodríguez. Sería largo relatar todas las gestiones que Rodríguez tuvo que realizar, desde el esfuerzo de documentar a 100.000 exiliados (se dice pronto) sin contar más que con un pequeña oficina, cuatro diplomáticos a su cargo, y un Buick negro, hasta fletar barcos, conceder visados, negociar acuerdos, y en general ocuparse de la logística que representaba enviar a decenas de miles de personas a través del Atlántico con todos sus papeles en regla. Quien quiera enterarse de parte de esos esfuerzos, debería leer el artículo que Jordi Soler, exiliado como yo, escribió en El País Semanal y que me encuentro aquí.
Mi familia fue una de las beneficiadas por las febriles gestiones de Don Luis. Embarcaron en el vapor Nyasa con destino al puerto de Veracruz y a una nueva vida. Fueron recibidos, por cierto, en dicho puerto por una gran concentración sindicalista mexicana, entre cuyas pancartas se leía una que ponía: "El sindicato de tortilleras da la bienvenida a los republicanos españoles". Mi abuela lo contaba riéndose, recordando el rostro demudado que habían puesto sobre todo las señoras, mirándose unas a otras como diciendo: "Joer, qué adelantados están en este país..." En realidad, una tortillera en México es la que confecciona las tortitas de maíz, las tortillas, que son la base de la alimentación popular.
Por supuesto, Rodríguez no consiguió evacuar a los cien mil. Sabemos que algunos regresaron a España, y que esto les costó cárcel o algo peor. Otros encontraron asilo en Chile, gracias nada menos que a Pablo Neruda, o en Argentina, o en muchos otros países iberoamericanos. Otros fueron a parar a Mauthausen y la mayoría no volvió. Otros engrosaron --y engrosaron mucho-- las filas de la Resistencia y la Columna Leclerc, la primera que entró, pocos años después, a un París liberado. Y otros... otros murieron en Francia.
Entre ellos, por supuesto, Don Antonio Machado y Don Manuel Azaña. Cárdenas giró instrucciones específicas a Rodríguez para que protegiera a Azaña, una labor endiablada porque Serrano Suñer no cejaba en su intento obsesivo de extraditarlo a España. Azaña era por entonces un hombre enfermo y derrotado. Rodríguez, nos cuenta Soler, le visitó el 2 de julio de 1940, en la casa del doctor Cave, en Montauban.
Le dejo la palabra a Soler:
El presidente y su esposa habían tenido que escapar de la casa de Pyla-sur-Mer a bordo de una ambulancia perseguidos muy de cerca por los agentes de Franco. Azaña ya estaba desde entonces gravemente enfermo y habla mandado llamar al embajador para contarle de la fatiga y la angustia que le provocaban esas persecuciones. Rodríguez le prometió que trataría su caso con el mariscal Pétain y antes de despedirse, le entregó 2.000 francos que le enviaba el general Cárdenas y que Azaña aceptó a regañadientes y sólo a condición de que fueran considerados un préstamo que devolvería en cuanto pudiera.
Nos cuenta Soler a continuación el resultado de tal entrevista con un Pétain desdeñoso y altivo, que sin embargo prometió algo de colaboración extraoficial en la protección de Azaña.
Sigue Soler:
La Legación brincaba completa, con máquinas de escribir y maletas llenas de documentos, de Saint.Jean-de-Luz a Biarritz y de Montauban a Vichy y de ahí a Marsella, donde un grupo de agentes italianos sustituían las funciones de espionaje de los agentes de Franco, que ya empezaban a aparecer por todas partes con una profusión y una frecuencia alarmantes. La Gestapo y el Gobierno de Vichy sospechaban que la Legación de Rodríguez utilizaba sus privilegios diplomáticos para favorecer a republicanos que estaban en las listas de españoles extraditables que enviaba semanalmente Franco. Tampoco veían con buenos ojos la protección que el Gobierno de México le había ofrecido al presidente Azaña y sostenían, quizá para darle más consistencia al expediente, que el embajador solapaba y alentaba actividades políticas comunistas. Tantas sospechas se tradujeron en una cauda de espías que iba jalando el Buick negro de Rodríguez por todo el sur de Francia.
El 22 de agosto, el embajador consiguió que se firmara un acuerdo entre los Gobiernos de México y de Francia para que los refugiados que se habían apuntado en el plan de evacuación de Cárdenas no pudieran ser extraditados a España. A principios de septiembre, cuando la Legación itinerante ya había logrado instalarse en el hotel Midi de Montauban, las peticiones de extradición de Franco sumaban 3.617 nombres, y a éstos había que agregar las extradiciones espontánea5~ a partir de un rumor o un pitazo, que efectuaban por libre los agentes españoles o los de la Gestapo; estas últimas, por descontroladas e impredecible5~ tenían aterrorizadas a familias completas que optaban por vivir ocultas en sótanos o en bodegas. Rodríguez se dio cuenta pronto de que el acuerdo entre Francia y México no iba a respetarse, por una parte no se veía que redujera el acoso a los republicanos y por otra, la ayuda parca que Pétain había ofrecido en el caso de los Azaña, se había evaporado una semana después: un grupo de Falange había capturado a Cipriano Rivas Cherif, cuñado y colaborador del presidente y lo había regresado a España con el ánimo de juzgarlo y fusilarlo.
Rodríguez movía todas sus fichas diplomáticas, iba de oficina en oficina buscando aligerar la situación de los republicanos, y mientras tanto, con la idea de extender su margen de operación, había puesto a ondear la bandera mexicana en las habitaciones, 7, 9 y 11 del hotel Midi, y había declarado territorio mexicano los metros cuadrados que ocupaban. Esto le dio la oportunidad de asilar ahí mismo, en las habitaciones 7 y 9, a decenas de refugiados perseguidos.
El 15 de septiembre, Rodríguez rescató al presidente Azaña de las garras de los agentes de Franco y le dio asilo en la habitación número 9. Tenía la idea de trasladar al presidente a otra ciudad y eventualmente, si él accedía y su salud lo permitía, llevarlo en barco o en avión a México; pero antes de que pudiera hacerse nada, llegó, del prefecto de Montauban, la prohibición de mover a Azaña de donde estaba, y un poco después, su precaria salud terminó de inmovilizarlo y fue consumiéndolo hasta que murió, en el territorio mexicano de su habitación, el 4 de noviembre.
Así pues, podemos decir que Azaña murió en territorio mexicano, amparado por el gobierno del General Cárdenas. Pero la protección no terminó con la muerte. Rodríguez tendría aún un gesto maravilloso con el malogrado Presidente de la Segunda República Española. Dejemos que Soler, que lo cuenta magistralmente, continúe el relato:
Al día siguiente, cuando el cortejo fúnebre se preparaba para salir, llegó nuevamente el prefecto de la ciudad a prohibir cualquier tipo de manifestación colectiva y a exigir que, en lugar de la bandera republicana que cubría el féretro de Azaña, se colocara el pabellón de Franco. Rodríguez se negó en redondo y, para evitar una confrontación que de ninguna forma hubiera podido ganar, le dijo: ‘Lo cubrirá con orgullo la bandera de México- Para nosotros será un privilegio; para los republicanos, una esperanza, y para ustedes, una dolorosa lección”.
[...]
El embajador Rodríguez murió en México en 1973 y hasta entonces mantuvo contacto con la comunidad de refugiados españoles. El día de su entierro, un grupo de republicanos cerró el círculo que don Luis había abierto, 33 años antes, en el sepelio del presidente Azaña: agradecidos hasta el final con ese hombre, con ese embajador cuya aura diplomática los había protegido del peligro, devolvieron su cuerpo a la tierra envuelto en una bandera republicana.
Tengo una tricolor en casa. Y cada vez que la veo, me acuerdo del injustamente olvidado Don Luis Rodríguez, mexicano de gran corazón y amigo insobornable de la verdadera España. Algún día le haremos justicia.
P.D. Gracias, Jordi Soler, muchas gracias por esta maravillosa historia.